|
..... |
Cierre:
Mitos,
ritos y delitos en la conservación de los insectos*
Antonio
Melic
*
Texto de la conferencia presentada en la
Jornada sobre Diversidad Biológica e Insectos.
Homenaje a Fermín Martín Piera,
Museo Nacional de Ciencias Naturales,
Madrid, 25 de noviembre 2002.
En las páginas que siguen voy a intentar exponer algunas
ideas más o menos heterodoxas en torno a los tópicos
de la biodiversidad y la conservación de los insectos.
Vaya por delante que, a pesar del escenario y siempre que
consiga burlar la vigilancia de los evaluadores, voy a hacer
trampa y me ocuparé más de asuntos mundanos
que de auténtica Entomología científica
en sentido estricto, puesto que la conservación de
insectos, en mi modesta opinión, es más una
inquietud sociológica que biológica.
La biodiversidad es un invento que oficialmente pronto contará
un cuarto de siglo a sus espaldas. Evidentemente me estoy
refiriendo a la acuñación del feliz término
y a su popularización prácticamente universal.
De ella, aquí solo voy a hacer constar que en su forma
más inmediata de percepción -la riqueza biológica
o alfa diversidad- es una función artrópoda
a tenor de su auténtica composición. Hablar
de diversidad biológica sin considerar su principal
componente, los insectos, es simplemente absurdo, aunque por
desgracia, frecuente. El argumento que suele utilizarse por
quienes obvian esta delicada cuestión recuerda peligrosamente
al chascarrillo del tipo que pierde sus llaves en mitad de
la noche en un callejón oscuro y no sin cierta aparente
lógica se va a buscarlas unas calles más abajo,
bajo la luz de una farola. Algo similar parece ocurrir con
el papel de los insectos en materia de conservación:
quedaron allá en la zona oscura....y no hay forma de
encontrarlos aquí donde hay luz, en la zona reservada
para alumbrar a algunos animales y plantas emblemáticas.
Tampoco me resisto a dejar de mencionar que en mi opinión
gran parte del éxito de la idea de la biodiversidad
está basado en una cierta característica humana:
la imperiosa necesidad innata de saber, o sospechar al menos,
que existen paraísos perdidos o mundos inexplorados
lejanos pero razonablemente accesibles. Hace ya algunas décadas
los geógrafos terminaron de llenar nuestros mapas de
nombres y nos quedamos sin misterios (el espacio exterior
es todavía demasiado inhumano -y caro- como para que
pueda contar en esa búsqueda). Pero de repente la biología
nos brindó una nueva visión del viejo planeta,
que resultó estar literalmente desbordado de vida en
todas sus formas y medidas. Existía, pues, un mundo
por descubrir que nos había pasado totalmente desapercibido.
Y por si fuera poco, el hallazgo se produjo acompañado
de un toque melodramático digno del mejor guionista
de Hollywood: ese paraíso está desapareciendo.
Como en las mejores películas: el mundo perdido es
descubierto por los protagonistas justo cuando la lava de
un furioso volcán o un inoportuno terromoto apenas
les permite alcanzar la salida por los pelos, en el último
instante.
Quizás lo único malo en este esquema clásico
del mundo aventurero es que los héroes siempre se salvan,
siempre, y ello puede llevar a pensar que, aunque la pérdida
biológica sea lamentable, nuestra especie conseguirá
escapar de la catástrofe en un inevitable final angustioso
pero sin duda feliz. La solución vendrá del
guionista (es decir, la divinidad, si se es propenso a estos
planteamientos) o de esa panacea exotérica llamada
tecnología, que podrá con todo, permitiendo
que nuestra especie continúe su progreso permanente
e ilimitado (especialmente si las campañas electorales
ya están en marcha -¿cuándo no lo están?).
Otro factor objetivo jugó sin duda un papel fundamental
a lo largo de los años 80 para apuntalar el rápido
éxito de la idea de biodiversidad: el cada día
más perceptible deterioro de los recursos naturales
y la preocupación por el posible agotamiento de algunas
fuentes de materias primas (no olvidemos que los 70 fueron
años de duras crisis energéticas).
Más hay otras razones para el éxito del término.
La mente humana es magnífica, pero extraña.
Los sicólogos hablan de una disposición o tendencia
innata al sentimiento de culpa en el ser humano. Sobre esta
idea las diferentes religiones han sabido sacar un partido
notable desde hace milenios. Pero los 70 y 80, fueron años
de agotamiento y superación de ideologías religiosas
(y también políticas, por cierto) y por tanto,
años liberadores de culpas... a las que fue necesario
encontrar ocupación. Ciertos autores han sostenido
que el éxito del ecologismo en estos años se
basó en la necesidad de llenar ese vacío sicológico
con un profundo sentimiento de culpa por el estado del planeta.
Al menos en sociedades de países desarrollados, ya
instaladas en un cierto confort y nivel económico,
que son las que realmente pueden permitirse el lujo de tener
problemas de conciencia.
Lógicamente el catastrofismo tuvo una intensa presencia
en esas décadas. En Hollywood se creó incluso
un nuevo tipo de cine y muchas ideas relacionadas con la extinción
y los cataclismos recibieron gran atención en esos
momentos. La extinción de organismos es sin duda uno
de los principales problemas del estado del planeta, por una
razón bien simple: la pérdida es irrevocable,
definitiva y aparentemente es el inevitable resultado de una
ecuación con numerosísimas variables ambientales.
Todas las 'x' (explotación de recursos, fragmentación
de hábitats, deterioro medioambiental, contaminación,
traslocación de organismos,....) terminan afectando
a la 'y' (extinción de especies) del otro lado de la
igualdad. Pero por desgracia la ciencia no puede precisar
cómo la extinción biológica afectará
exactamente a nuestra especie (desconocemos los coeficientes
de las x) y hemos de limitarnos a lanzar hipótesis,
necesariamente débiles, que tienen poco valor frente
a poderosos derechos consolidados socialmente. La extinción
es incluso un proceso perfectamente habitual en nuestro planeta
(así lo confirma toda su historia geológica)
y hasta es posible aceptar con naturalidad la extinción
de nuestra propia especie... siempre que ello se sitúe
en un futuro suficientemente remoto.
¿Y
a corto plazo? (es decir, a nivel de tiempos históricos
y no geológicos)
Hasta el año 1996 se habían firmado en el mundo
más de 300 acuerdos bilaterales o multilaterales en
relación al medio ambiente. Se entiende que en relación
a su preservación o conservación. Muchos países
han firmado protocolos y convenios internacionales en esta
materia, incluyendo la conservación o proteción
de especies concretas e incluso algunos insectos más
o menos pintorescos. Muchos países, también,
han desarrollado legislaciones internas que pretenden proteger
parajes, ecosistemas y especies en el interior de su territorio.
¿Es
suficiente?
Si nos fijamos en el caso de España, la respuesta,
en mi opinión, es rotundamente no. No negaré
que en la redacción de textos legales y formulaciones
programáticas se ha alcanzado un adecuado nivel de
elaboración formal y, si se quiere, hasta un cierto
estilo literario. Sin embargo, salvando la grandilocuencia
y la autocomplacencia de los textos aprobados en sede legistiva
o ejecutiva, lo cierto es que las normas aprobadas apestan
a simple compromiso, que es una forma sutil de gestionar la
mentira. No citaré casos concretos por que dispongo
de poco espacio, pero es imposible no acordarse de desastres
como el de Doñana (que cumple ahora impunemente su
quinto aniversario) y sus consecuencias, las dos catástrofes
del Prestige (su hundimiento y la gestión de las administraciones)
o del Plan Hidrológico Nacional, cuyo principal aparato
impulsor y propagandístico es el mismísimo Ministerio
de Medio Ambiente, en una pirueta digna del mejor y más
enloquecido Kafka.
El resumen podría ser que disponemos de algunos textos
legales, discursos entusiastas y quizás hasta de buenas
intenciones, pero la realidad cotidiana, poco dada a la hipocresía,
se empecina en desmentirlos con rutina enfermiza.
Conviene tal vez aquí hacer una reflexión.
La conservación de organismos (y de ecosistemas) es
un problema biológico, pero sólo para los biólogos.
En nuestras reuniones, artículos y congresos abordamos
la conservación biológica desde una perspectiva
científica, que rara vez considera otros factores en
juego como el coste, la población humana afectada,
el desarrollo comprometido o la rentabilidad en términos
económicos y políticos. Por el contrario, la
conservación política tiene muy poco que ver
con las especies o ecosistemas concretos en peligro, aunque
sean utilizados como referencia. Nuestros esfuerzos por determinar
el estatus de un organismo, su endemicidad (o la de toda una
comunidad), su rareza o singularidad, o la acumulación
de biodiversidad en un lugar concreto son gratuitos en el
ámbito político, por que realmente constituyen
una información exotérica no transcendente o,
simplemente, un argumento sin peso social alguno.
Si por alguna extraña casualidad el nivel de resolución
está referido a un grupo megadiverso como los insectos
el problema es mayor, por que los organismos afectados difícilmente
pueden ser considerados 'emblemáticos' o populares
y por que su número hace inviable cualquier posibilidad
de actuar como freno o límite a la actuación
administrativa, que podría quedar simplemente paralizada.
La supervivencia de una población de vertebrados gigantes,
que puedan resultar atractivos para el gran público
y que estén dando sus últimos extertores biológicos,
puede tal vez, justificar la asignación de algunos
fondos marginales o la modificación de algún
plan o actuación concretos.
Ahora bien, la misma situación en el caso de un insecto
invisible, de nombre extraño, que requiere, para ser
identificado, la previa localización de un solitario
especialista en algún oscuro laboratorio de Berlín
u Osaka y que probablemente solo podrá brindar una
información somera sobre el animal y su situación,
junto al hecho de que éste es uno entre los 10.000
escarabajos o dípteros que habitan la Península
Ibérica, convierten en pura utopía la posibilidad
de que la Administración pueda tomar en consideración
los riesgos o situación del organismo. Sólo
si esos organismos están ya incluidos en una lista
oficial o son detectados en una zona incluida dentro de un
programa de protección, la información gana
algunos enteros de importancia por una razón bastante
mezquina: ratifican el acierto del gestor medioambiental que
decidió su inclusión o definición.
Las listas disponibles son de sobras conocidas: arrancan de
acuerdos internacionales y son trasladadas al interior de
nuestras fronteras con diligencia funcionarial y sin ningún
análisis. Respecto a los espacios, o son elementos
ya reconocidos históricamente (y por tanto, intocables)
o bien son remedos con los que cubrir los expedientes europeos.
En el primer caso (las especies), priman las significativas
desde una perspectiva social (vertebrados y algunos insectos
llamativos para cubrir el espectro biológico de algún
modo); respecto a los segundos (los ecosistemas), más
que la importancia biológica de la diversidad contenida
en su seno, debe considerarse su valor social desde el punto
de vista paisajístico, histórico y... turístico.
Hace unos años fui criticado incluso por colegas aragoneses.
Se me ocurrió comparar el teórico valor biológico
de uno de nuestros Parques Nacionales más emblemáticos
(Ordesa y Monte Perdido, en pleno Pirineo oscense) con las
yermas e inhóspitas estepas de los Monegros. Y es que
según los números y listados disponibles el
interés biológico de estos últimos superaba
ampliamente el del primero, desde cualquier punto de vista
científico: riqueza biológica, novedades taxonómicas,
endemicidad, número de especies con alto interés
biogeográfico, etc, etc. No es que se pretendiera que
un paraje tan extraordinario como Ordesa perdiera su nivel
de protección en favor de Los Monegros, pero la simple
insinuación de que éstos merecían al
menos el mismo nivel de protección llegó a molestar
a algunas personas. Las razones para estas reacciones sólo
pueden ser sociales, es decir, basadas en preferencias culturales,
estéticas o lúdicas. Esto nos lleva a una cuestión
fundamental: ¿quién debe determinar las especies
y los ecosistemas a proteger? ¿Los científicos?
¿Los políticos? ¿La sociedad? Todos sabemos
cual es la respuesta oficial: la decisión es política,
como trasunto de la voluntad social, con el consejo de los
científicos. De nuevo se trata de un simple compromiso
formal, o de una mentira.
La Sociedad civil no tiene ni la información ni, en
gran medida, el interés real de proteger especies y
espacios concretos por razones científicas. A su vez,
está mediatizada por la información que recibe
y en última instancia por la asignación presupuestaria
decidida en sede política, que no es ilimitada. Así,
de un modo abstracto, la sociedad está decididamente
a favor de la protección de especies y espacios, pero
esta afirmación comenzará a debilitarse tan
pronto puedan verse afectadas otras prestaciones sociales
por el desvío de fondos a fines medioambientales. Probablemente,
la sociedad en general no estaría a favor de la protección
medioambiental si existiera un gravamen específico
en sus declaraciones anuales de impuestos, aunque éste
fuera muy reducido o simplemente simbólico.
Los científicos quizás puedan tener voz, pero
no voto y en gran medida, son empleados del poder político,
pues sus recursos dependen de éstos. Más aun,
la posibilidad de alcanzar un grado de conocimiento suficiente
sobre la situación concreta de una especie o espacio
que permita formular una propuesta dependen directamente de
los fondos públicos previamente asignados.
Los políticos, por fin, son los que realmente tienen
las manos libres para decidir. ¿En base a qué?
La respuesta puede ser muy amplia, pero me atrevería
a decir que todo se resume en dos tipos de intereses: 1) el
desarrollo económico y social del electorado; y 2)
en menor medida, el impacto sobre las preferencias sociales
de tipo cultural e histórico que puedan tener sus decisiones,
por el desgaste que puede acarrear en términos políticos.
Cierto es que una y otra no son conceptos cerrados, porque
puede ser matizados -y hasta falseados- en función
del control de los medios de comunicación y de los
plazos de designación (y no hay mejor ejemplo que la
campaña gubernamental sobre el Plan Hidrológico
Nacional, que probablemente pasará a los libros de
texto sobre márketing político).
Si nos fijamos en estos dos elementos de presión sobre
quien tiene la capacidad de decisión, habremos de convenir
que los insectos, o los invertebrados, tienen de momento muy
poco que hacer. Respecto al impacto social, aunque los insectos
forman parte de los ecosistemas protegidos, no son elementos
visibles, fácilmente perceptibles, ni valorados y salvo
puntualísimas excepciones, no aplicables a España,
nunca han sido pieza clave en la aprobación de regímenes
de protección. De nuevo he de volver a citar Los Monegros
aragoneses. Actualmente se encuentra en trámite de
formalización una figura jurídica de protección
para la zona. Lo curioso es que de no darse la feliz presencia
de determinadas aves (¡benditas sean!), las razones
relacionadas con artrópodos (a pesar de su importacia,
muy superior) no habrían servido de nada.
Por otro lado, los insectos difícilmente pueden constituirse
en motor, o simple apoyo, al desarrollo de áreas o
poblaciones. Carecen de la suficiente demanda o tirón.
Son demasiado pequeños, demasiado invisibles y pesan
sobre ellos demasiados prejuicios y estereotipos. Probablemente,
incluso entre los aficionados al turismo rural o seudourbano
(modalidad en que se han convertido las visitas masificadas
a Parques Nacionales) los insectos representan un valor añadido
negativo del ecosistema, salvando quizás algunas excepciones
como lepidópteros diurnos y algún escarabajo
florícola zumbador. Algo así como un suplemento
en el precio, una molestia a soportar para disfrutar de la
Naturaleza.
¿Todo
son malas noticias?
Si he de ser sincero, todavía no hemos llegado a las
auténticas malas noticias. Las magnitudes que manejamos
a nivel planetario en cuanto a demografía (y sus tendencias)
son alarmantes por el efecto que está produciendo y
sobre todo, producirá en los próximos años,
sobre el medio ambiente y los recursos biológicos planetarios.
Cabe la esperanza de que la tecnología y algunas acciones
ya emprendidas puedan minimizar o al menos convertir en asumible
este impacto. Sin embargo, aunque la población mundial
se estancara o aun se redujera razonablemente durante el próximo
siglo, aun quedará un problema mayor: el de la distribución
de los recursos. Prácticamente 4/5 partes de la población
mundial se encuentra en niveles próximos al umbral
de pobreza o por debajo de éste. Es lógico considerar
que en un planeta cada día más globalizado en
el que la información circula libremente, esas 4/5
partes no van a aceptar por mucho tiempo la situación
actual. Es legítimo aspirar a alcanzar niveles razonables
de renta o de confort (cuando no de simple supervivivencia)
y, por tanto, es esperable que la presión sobre el
medio ambiente y recursos naturales se incremente en una tasa
creciente hasta alcanzar el límite físico de
capacidad del planeta.
Los ecólogos hablan de la huella ecológica como
el volumen de recursos naturales preciso para mantener un
determinado nivel de consumo (o despilfarro, en su caso).
La sociedad norteamericana se mueve en niveles superiores
al 9. La tasa en países como India o China está
rondando el 1. Aunque China no aumentara, como está
previsto, su población actual de unos 1.200 millones
de personas hasta alcanzar los 1.600 millones en 30 años,
es suficiente con que la huella ecológica o el nivel
de consumo pase simplemente de 1 a 2 para producir el mismo
efecto que 1.200 millones más de personas sobre el
planeta. Y queda todavía todo el resto del mundo...
¿Qué podemos decirles? ¿Que deben mantener
sus niveles actuales de existencia marginal? A poco que simplemente
mejoren los niveles de consumo de una población estabilizada
(y esto es un sueño en estos momentos) el escenario
emergente será el equivalente a una población
de 9 o 10.000 millones de personas en pocos años. Malthus
no sólo se equivocó al no considerar la tecnología
en su célebre relación entre población
y recursos; se olvidó también del nivel de consumo
que en cada época es considerado como 'aceptable' y
que hoy es un drástico factor desequilibrador sobre
la 'y' de la ecuación, porque su tendencia creciente
es virtualmente imparable.
¿Qué
hacer?
Bueno,
¿Y qué podemos hacer nosotros, pobres entomólogos?
¿Podemos permitirnos el lujo de continuar con nuestros
trabajos de catalogación y sistematización de
la biota artrópoda como si el lúgubre panorama
esbozado fuera algo que queda fuera de nuestros laboratorios?
¿Podemos seguir construyendo rectilíneos cladogramas
y formulando atractivas hipótesis sobre la organización
de la naturaleza mientras ésta agoniza?
Por supuesto que sí. Claro que sí. Es nuestro
trabajo y es nuestra vocación (en ocasiones, incluso,
es ambas cosas a la vez). Pero sin duda es preciso también
asumir un papel más comprometido y más responsable
con respecto a los tiempos modernos y sus peligrosas circunstancias.
La razón de esta exigencia es doble y radica en nuestra
condición de miembros de la Sociedad, pero sobretodo,
en el hecho objetivo de constituir parte del colectivo más
y mejor informado sobre la biodiversidad planetaria. La responsabilidad,
nos guste o no, es una consecuencia directa de nuestro conocimiento.
Por tanto, no es una opción o decisión personal
de compromiso con la causa de la conservación, si no
una suerte de carga u obligación automática,
implícita.
Por deficiente que sea el conocimiento acumulado sobre cualquier
grupo de organismos, nuestro grado de información supera
ampliamente a la de cualquier otro colectivo social. Así
que es preciso ir asumiendo el papel que nos corresponde en
la toma de decisiones y dejar de ser el florero del despacho.
La prudencia del entomólogo, encomiable en el trabajo
de laboratorio, es la mejor cómplice de la extinción
entomológica.
Ser más críticos o ser más exigentes
frente al Poder, cuando se es menor jerárquico del
mismo, resulta ciertamente complicado, pero no nos escondamos
en esta circunstancia de forma automática. Un cobarde
no busca cómo vencer al enemigo, si no una excusa para
justificar su sometimiento. En cierta forma, la manifiesta
beligerancia de esta comunicación quiere ejemplificar
esa actitud que demando.
Pero seamos lógicos: no basta con el enfrentamiento
directo. A la larga, por esta vía es de esperar que
seamos barridos, por nuestra mayor debilidad. Sin embargo,
hay otros caminos o frentes basados en el pensamiento, es
decir, en la aplicación del intelecto a la búsqueda
de soluciones y compromisos reales que pueden ir incluso mucho
más allá de lo simplemente científico.
En el Pensamiento, sí, pero también en la Acción.
Permítaseme citar dos o tres breves ejemplos para cerrar
esta nota.
Pensamiento
+ Accción
En el ámbito del tratamiento de espacios a proteger,
destaca con luz propia el modelo de las Reservas de la Biosfera
como solución potencialmente idónea frente a
otro tipo de espacios jurídicos protegidos que actualmente
están demostrando su debilidad. La cuestión
es de gran importancia, porque afecta a todos los lugares
que hoy ya están teóricamente protegidos y que,
en el caso de España, se han convertido en un auténtico
centro de atracción turística, lo que sin duda
potenciará el desarrollo de las áreas correspondientes
pero, muy probablemente, terminará por pasar factura
a los propios espacios. ¿Tiene sentido el turismo masivo
-y sus secuelas- en un área protegida? ¿Se atreverán
los políticos a limitar realmente el acceso a estos
bienes de carácter público? ¿Aceptará
la población residente esas limitaciones a su desarrollo?
En esencia es la misma cuestión que la planteada a
escala global para el llamado desarrollo sostenible y el compromiso
entre uso y explotación actual frente a los teóricos
derechos de generaciones futuras. Las Reservas de la Biosfera
parecen ser una solución mucho menos conflictiva que
los restantes modelos, porque consideran en su formulación
el espacio y la población afectada a la vez que garantizan
la integridad del ecosistema en el tiempo.
El segundo ejemplo afecta directamente al homenajeado en este
acto, nuestro colega Fermín Martín Piera. La
actividad taxonómica tradicional, aun siendo la auténtica
pieza clave en materia entomológica, es tan poco perceptible
o valorada socialmente como los propios insectos. Desde hace
años Fermín, como algunos otros, asumieron este
problema. En términos científicos puede formularse
como la imposibilidad material de conocimiento del objeto
antes de que éste desaparezca (salvo que nos hagamos
todos paleontólogos). La respuesta no es empecinarse
en intentar sacar adelante el Inventario de la Biodiversidad,
si no en buscar otros caminos alternativos o complementarios.
Los modelos de predicción de la diversidad en los que
trabajaba Martín Piera junto a Jorge Lobo y otros colegas,
son una respuesta coherente, inteligente y acertada al reto.
Ello no implica que el Inventario debe abandonarse, si no,
en palabras del propio Fermín, que es necesario adoptar
medidas drásticas que anticipen objetiva y científicamente
el resultado con una probabilidad suficiente como para adoptar
decisiones que son irreversibles. El atractivo de estos modelos
radica en que pueden convertirse en una potente herramienta
para determinar (científicamente) los lugares prioritarios
a conservar antes de que se hayan extinguido los propios elementos
a conservar.
Yo diría que en su formulación estas propuestas
han requerido elevar el nivel de resolución por encima
de una perspectiva estrictamente cientifica, incorporando
a la población, o de modo más general, el problema
social de la conservación biológica, en su análisis.
Son soluciones etnobiológicas porque han involucrado
en su perspectiva no solo al objeto de estudio (los recursos
biológicos) sino también al hombre. Este es
el tipo de compromisos que debe buscar el científico
en el Tercer Milenio y no conformarse con completar bonitas
monografías.
Y como tercer ejemplo, he de mencionar la Red Iberoamericana
de Biogeografía y Entomología Sistemática,
RIBES. Lo destacable en este caso es que el científico
-Fermín de nuevo, junto a muchos otros- no se limitó
a elaborar teorías y bonitos modelos para uso científico:
puso en marcha una estructura real a través de la que
coordinar un reto entomológico de alcance internacional.
Es decir, Pensamiento científico, seguido de Acción
social.
Estos ejemplos muestran el tipo de pensamiento y acción
que requiere la investigación biológica, que
ya no puede limitarse a reunir fragmentos de información
básica o a emitir hipótesis en abstracto para
pasar a continuación a 'otra cosa' (también
en abstracto...).
Sí,
muy bien, pero...
Pero por supuesto, queda todavía por resolver el problema
real de cómo conseguir que el poder político
atienda nuestras demandas...
Personalmente creo que hasta que los recursos naturales no
sean mercantilizados no será posible instalar la valoración
de los recursos naturales en la toma de decisiones polítiticas
e incluso sociales. En definitiva, creo que es necesario establecer
sistemas equivalentes a derechos de propiedad o cuotas y permisos
de contaminación, solo que aplicados a la conservación
de ecosistemas y organismos. Todavía el terreno de
la economia medioambiental está muy verde (valga la
ironía) y las dificultades de valoración de
recursos libres constituyen un serio handicap a una aplicación
realista de métodos económicos de compensación.
Falta un mercado para la mayor parte de los bienes y falta,
por tanto, un sistema de precios. Pero al menos es una corriente
que ya va formando un cierto cauce. Al respecto, sólo
diré que lejos de creer en la bondad de un sistema
de negociación económica que pueda originar
desequilibrios, pienso en la posibilidad de establecer mecanismos
objetivos de responsabilidad, basados en la cuantificación
de la pérdida y su reparación, que pueda servir
como límite, o al menos freno, a su deterioro. En el
duro sistema de mercado global hay que jugar con las armas
adecuadas o seguiremos siendo los perdedores.
Un último apunte mientras paso de puntillas sobre esta
cuestión. Hay un factor a jugar por los entomólogos
que habitualmente es poco considerado, cuando no simplemente
menospreciado. Se trata de aplicar nuestro esfuerzo no tanto
a convencer a la clase política con responsabilidades
medioambientales, demasiado ensimismada o cegada por sus propias
iluminaciones, como a la propia sociedad civil, que en definitiva,
tiene más posibilidades de ser oída como colectivo
que nosotros (aunque también de ser engañada
en esta materia).
Es un hecho el aumento progresivo del nivel cultural medio
y con éste, de la sensibilización ante el problema
de la desaparición de especies y deterioro medioambiental.
En mi opinión se trata simplemente de una cierta pose
o compromiso social. Nadie está a favor del adulterio
porque socialmente pone en peligro la estabilidad de una institución
básica como la familia, pero éste es un fenómeno
razonablemente consolidado. Del mismo modo, nadie está
a favor de la extinción de especies o del deterioro
mediambiental, pero todavía estamos muy lejos de una
auténtica actuación política responsable
y de la posibilidad de aceptar socialmente restricciones reales
en la actividad cotidiana. Sin embargo, la simple acumulación
legislativa y propagandística va creando un cierto
sustrato en el que basar actuaciones legales contra acciones
privadas y sobre todo públicas poco respetuosas con
el medio ambiente.
Por otra parte, las nuevas generaciones arriban en un momento
en que ya existe una base adecuada para generar auténticas
inquietudes conservacionistas y es de esperar también
que mayor consideración sobre grupos biológicos
poco valorados actualmente, como los propios insectos. En
este escenario los entomólogos hemos de dedicar una
parte de nuestra energía a presentar y vender a los
insectos como objetos naturales valiosos desde múltiples
perspectivas. Para ello es preciso que salgamos de los gabinetes
y bajemos a la calle desde nuestros limbos científicos,
nos mezclemos con el pueblo y seamos capaces de transmitirle,
al menos en parte, algo del magnífico espectáculo
de estos organismos y de su valor (económico o no).
Fermín, otra vez, nos dió un buen ejemplo. A
pesar de ser un científico duro, capaz de enfrentarse
con igual soltura a problemas de taxonomía profunda
de escarabeidos que a complejos modelos generales de estimación
o predicción de distribución de la biodiversidad,
dedicó un 20 por ciento de todos sus escritos a la
divulgación. Uno de cada cinco. Lo hizo además
en todos los ámbitos: a través de artículos
de carácter sintético o panorámico para
colegas menos avezados, a través de debates y artículos
de opinión o a través de textos dedicados directamente
al aficionado o al público en general. Me consta que
era consciente de su responsabilidad y aun sabiendo que la
retribución sería nula en términos económicos
o de prestigio, no rechazó nunca la posibilidad de
salir a tribuna pública a ganar adeptos para la causa
del conocimiento entomológico y la conservación
de los insectos. Y si él no tuvo ningún reparo
en hacerlo ¿Qué excusa tenemos nosotros?.
|
.... |