ARACNET 11 - Bol. S.E.A., nº 33 (2003):319-322.
 
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Cierre:

Mitos, ritos y delitos en la conservación de los insectos*
Antonio Melic


* Texto de la conferencia presentada en la
Jornada sobre Diversidad Biológica e Insectos.
Homenaje a Fermín Martín Piera,
Museo Nacional de Ciencias Naturales,
Madrid, 25 de noviembre 2002.



En las páginas que siguen voy a intentar exponer algunas ideas más o menos heterodoxas en torno a los tópicos de la biodiversidad y la conservación de los insectos. Vaya por delante que, a pesar del escenario y siempre que consiga burlar la vigilancia de los evaluadores, voy a hacer trampa y me ocuparé más de asuntos mundanos que de auténtica Entomología científica en sentido estricto, puesto que la conservación de insectos, en mi modesta opinión, es más una inquietud sociológica que biológica.

La biodiversidad es un invento que oficialmente pronto contará un cuarto de siglo a sus espaldas. Evidentemente me estoy refiriendo a la acuñación del feliz término y a su popularización prácticamente universal. De ella, aquí solo voy a hacer constar que en su forma más inmediata de percepción -la riqueza biológica o alfa diversidad- es una función artrópoda a tenor de su auténtica composición. Hablar de diversidad biológica sin considerar su principal componente, los insectos, es simplemente absurdo, aunque por desgracia, frecuente. El argumento que suele utilizarse por quienes obvian esta delicada cuestión recuerda peligrosamente al chascarrillo del tipo que pierde sus llaves en mitad de la noche en un callejón oscuro y no sin cierta aparente lógica se va a buscarlas unas calles más abajo, bajo la luz de una farola. Algo similar parece ocurrir con el papel de los insectos en materia de conservación: quedaron allá en la zona oscura....y no hay forma de encontrarlos aquí donde hay luz, en la zona reservada para alumbrar a algunos animales y plantas emblemáticas.

Tampoco me resisto a dejar de mencionar que en mi opinión gran parte del éxito de la idea de la biodiversidad está basado en una cierta característica humana: la imperiosa necesidad innata de saber, o sospechar al menos, que existen paraísos perdidos o mundos inexplorados lejanos pero razonablemente accesibles. Hace ya algunas décadas los geógrafos terminaron de llenar nuestros mapas de nombres y nos quedamos sin misterios (el espacio exterior es todavía demasiado inhumano -y caro- como para que pueda contar en esa búsqueda). Pero de repente la biología nos brindó una nueva visión del viejo planeta, que resultó estar literalmente desbordado de vida en todas sus formas y medidas. Existía, pues, un mundo por descubrir que nos había pasado totalmente desapercibido. Y por si fuera poco, el hallazgo se produjo acompañado de un toque melodramático digno del mejor guionista de Hollywood: ese paraíso está desapareciendo. Como en las mejores películas: el mundo perdido es descubierto por los protagonistas justo cuando la lava de un furioso volcán o un inoportuno terromoto apenas les permite alcanzar la salida por los pelos, en el último instante.

Quizás lo único malo en este esquema clásico del mundo aventurero es que los héroes siempre se salvan, siempre, y ello puede llevar a pensar que, aunque la pérdida biológica sea lamentable, nuestra especie conseguirá escapar de la catástrofe en un inevitable final angustioso pero sin duda feliz. La solución vendrá del guionista (es decir, la divinidad, si se es propenso a estos planteamientos) o de esa panacea exotérica llamada tecnología, que podrá con todo, permitiendo que nuestra especie continúe su progreso permanente e ilimitado (especialmente si las campañas electorales ya están en marcha -¿cuándo no lo están?).
Otro factor objetivo jugó sin duda un papel fundamental a lo largo de los años 80 para apuntalar el rápido éxito de la idea de biodiversidad: el cada día más perceptible deterioro de los recursos naturales y la preocupación por el posible agotamiento de algunas fuentes de materias primas (no olvidemos que los 70 fueron años de duras crisis energéticas).

Más hay otras razones para el éxito del término. La mente humana es magnífica, pero extraña. Los sicólogos hablan de una disposición o tendencia innata al sentimiento de culpa en el ser humano. Sobre esta idea las diferentes religiones han sabido sacar un partido notable desde hace milenios. Pero los 70 y 80, fueron años de agotamiento y superación de ideologías religiosas (y también políticas, por cierto) y por tanto, años liberadores de culpas... a las que fue necesario encontrar ocupación. Ciertos autores han sostenido que el éxito del ecologismo en estos años se basó en la necesidad de llenar ese vacío sicológico con un profundo sentimiento de culpa por el estado del planeta. Al menos en sociedades de países desarrollados, ya instaladas en un cierto confort y nivel económico, que son las que realmente pueden permitirse el lujo de tener problemas de conciencia.

Lógicamente el catastrofismo tuvo una intensa presencia en esas décadas. En Hollywood se creó incluso un nuevo tipo de cine y muchas ideas relacionadas con la extinción y los cataclismos recibieron gran atención en esos momentos. La extinción de organismos es sin duda uno de los principales problemas del estado del planeta, por una razón bien simple: la pérdida es irrevocable, definitiva y aparentemente es el inevitable resultado de una ecuación con numerosísimas variables ambientales. Todas las 'x' (explotación de recursos, fragmentación de hábitats, deterioro medioambiental, contaminación, traslocación de organismos,....) terminan afectando a la 'y' (extinción de especies) del otro lado de la igualdad. Pero por desgracia la ciencia no puede precisar cómo la extinción biológica afectará exactamente a nuestra especie (desconocemos los coeficientes de las x) y hemos de limitarnos a lanzar hipótesis, necesariamente débiles, que tienen poco valor frente a poderosos derechos consolidados socialmente. La extinción es incluso un proceso perfectamente habitual en nuestro planeta (así lo confirma toda su historia geológica) y hasta es posible aceptar con naturalidad la extinción de nuestra propia especie... siempre que ello se sitúe en un futuro suficientemente remoto.

¿Y a corto plazo? (es decir, a nivel de tiempos históricos y no geológicos)

Hasta el año 1996 se habían firmado en el mundo más de 300 acuerdos bilaterales o multilaterales en relación al medio ambiente. Se entiende que en relación a su preservación o conservación. Muchos países han firmado protocolos y convenios internacionales en esta materia, incluyendo la conservación o proteción de especies concretas e incluso algunos insectos más o menos pintorescos. Muchos países, también, han desarrollado legislaciones internas que pretenden proteger parajes, ecosistemas y especies en el interior de su territorio.

¿Es suficiente?

Si nos fijamos en el caso de España, la respuesta, en mi opinión, es rotundamente no. No negaré que en la redacción de textos legales y formulaciones programáticas se ha alcanzado un adecuado nivel de elaboración formal y, si se quiere, hasta un cierto estilo literario. Sin embargo, salvando la grandilocuencia y la autocomplacencia de los textos aprobados en sede legistiva o ejecutiva, lo cierto es que las normas aprobadas apestan a simple compromiso, que es una forma sutil de gestionar la mentira. No citaré casos concretos por que dispongo de poco espacio, pero es imposible no acordarse de desastres como el de Doñana (que cumple ahora impunemente su quinto aniversario) y sus consecuencias, las dos catástrofes del Prestige (su hundimiento y la gestión de las administraciones) o del Plan Hidrológico Nacional, cuyo principal aparato impulsor y propagandístico es el mismísimo Ministerio de Medio Ambiente, en una pirueta digna del mejor y más enloquecido Kafka.
El resumen podría ser que disponemos de algunos textos legales, discursos entusiastas y quizás hasta de buenas intenciones, pero la realidad cotidiana, poco dada a la hipocresía, se empecina en desmentirlos con rutina enfermiza.

Conviene tal vez aquí hacer una reflexión.
La conservación de organismos (y de ecosistemas) es un problema biológico, pero sólo para los biólogos. En nuestras reuniones, artículos y congresos abordamos la conservación biológica desde una perspectiva científica, que rara vez considera otros factores en juego como el coste, la población humana afectada, el desarrollo comprometido o la rentabilidad en términos económicos y políticos. Por el contrario, la conservación política tiene muy poco que ver con las especies o ecosistemas concretos en peligro, aunque sean utilizados como referencia. Nuestros esfuerzos por determinar el estatus de un organismo, su endemicidad (o la de toda una comunidad), su rareza o singularidad, o la acumulación de biodiversidad en un lugar concreto son gratuitos en el ámbito político, por que realmente constituyen una información exotérica no transcendente o, simplemente, un argumento sin peso social alguno.

Si por alguna extraña casualidad el nivel de resolución está referido a un grupo megadiverso como los insectos el problema es mayor, por que los organismos afectados difícilmente pueden ser considerados 'emblemáticos' o populares y por que su número hace inviable cualquier posibilidad de actuar como freno o límite a la actuación administrativa, que podría quedar simplemente paralizada. La supervivencia de una población de vertebrados gigantes, que puedan resultar atractivos para el gran público y que estén dando sus últimos extertores biológicos, puede tal vez, justificar la asignación de algunos fondos marginales o la modificación de algún plan o actuación concretos.

Ahora bien, la misma situación en el caso de un insecto invisible, de nombre extraño, que requiere, para ser identificado, la previa localización de un solitario especialista en algún oscuro laboratorio de Berlín u Osaka y que probablemente solo podrá brindar una información somera sobre el animal y su situación, junto al hecho de que éste es uno entre los 10.000 escarabajos o dípteros que habitan la Península Ibérica, convierten en pura utopía la posibilidad de que la Administración pueda tomar en consideración los riesgos o situación del organismo. Sólo si esos organismos están ya incluidos en una lista oficial o son detectados en una zona incluida dentro de un programa de protección, la información gana algunos enteros de importancia por una razón bastante mezquina: ratifican el acierto del gestor medioambiental que decidió su inclusión o definición.

Las listas disponibles son de sobras conocidas: arrancan de acuerdos internacionales y son trasladadas al interior de nuestras fronteras con diligencia funcionarial y sin ningún análisis. Respecto a los espacios, o son elementos ya reconocidos históricamente (y por tanto, intocables) o bien son remedos con los que cubrir los expedientes europeos. En el primer caso (las especies), priman las significativas desde una perspectiva social (vertebrados y algunos insectos llamativos para cubrir el espectro biológico de algún modo); respecto a los segundos (los ecosistemas), más que la importancia biológica de la diversidad contenida en su seno, debe considerarse su valor social desde el punto de vista paisajístico, histórico y... turístico.

Hace unos años fui criticado incluso por colegas aragoneses. Se me ocurrió comparar el teórico valor biológico de uno de nuestros Parques Nacionales más emblemáticos (Ordesa y Monte Perdido, en pleno Pirineo oscense) con las yermas e inhóspitas estepas de los Monegros. Y es que según los números y listados disponibles el interés biológico de estos últimos superaba ampliamente el del primero, desde cualquier punto de vista científico: riqueza biológica, novedades taxonómicas, endemicidad, número de especies con alto interés biogeográfico, etc, etc. No es que se pretendiera que un paraje tan extraordinario como Ordesa perdiera su nivel de protección en favor de Los Monegros, pero la simple insinuación de que éstos merecían al menos el mismo nivel de protección llegó a molestar a algunas personas. Las razones para estas reacciones sólo pueden ser sociales, es decir, basadas en preferencias culturales, estéticas o lúdicas. Esto nos lleva a una cuestión fundamental: ¿quién debe determinar las especies y los ecosistemas a proteger? ¿Los científicos? ¿Los políticos? ¿La sociedad? Todos sabemos cual es la respuesta oficial: la decisión es política, como trasunto de la voluntad social, con el consejo de los científicos. De nuevo se trata de un simple compromiso formal, o de una mentira.

La Sociedad civil no tiene ni la información ni, en gran medida, el interés real de proteger especies y espacios concretos por razones científicas. A su vez, está mediatizada por la información que recibe y en última instancia por la asignación presupuestaria decidida en sede política, que no es ilimitada. Así, de un modo abstracto, la sociedad está decididamente a favor de la protección de especies y espacios, pero esta afirmación comenzará a debilitarse tan pronto puedan verse afectadas otras prestaciones sociales por el desvío de fondos a fines medioambientales. Probablemente, la sociedad en general no estaría a favor de la protección medioambiental si existiera un gravamen específico en sus declaraciones anuales de impuestos, aunque éste fuera muy reducido o simplemente simbólico.

Los científicos quizás puedan tener voz, pero no voto y en gran medida, son empleados del poder político, pues sus recursos dependen de éstos. Más aun, la posibilidad de alcanzar un grado de conocimiento suficiente sobre la situación concreta de una especie o espacio que permita formular una propuesta dependen directamente de los fondos públicos previamente asignados.

Los políticos, por fin, son los que realmente tienen las manos libres para decidir. ¿En base a qué? La respuesta puede ser muy amplia, pero me atrevería a decir que todo se resume en dos tipos de intereses: 1) el desarrollo económico y social del electorado; y 2) en menor medida, el impacto sobre las preferencias sociales de tipo cultural e histórico que puedan tener sus decisiones, por el desgaste que puede acarrear en términos políticos. Cierto es que una y otra no son conceptos cerrados, porque puede ser matizados -y hasta falseados- en función del control de los medios de comunicación y de los plazos de designación (y no hay mejor ejemplo que la campaña gubernamental sobre el Plan Hidrológico Nacional, que probablemente pasará a los libros de texto sobre márketing político).

Si nos fijamos en estos dos elementos de presión sobre quien tiene la capacidad de decisión, habremos de convenir que los insectos, o los invertebrados, tienen de momento muy poco que hacer. Respecto al impacto social, aunque los insectos forman parte de los ecosistemas protegidos, no son elementos visibles, fácilmente perceptibles, ni valorados y salvo puntualísimas excepciones, no aplicables a España, nunca han sido pieza clave en la aprobación de regímenes de protección. De nuevo he de volver a citar Los Monegros aragoneses. Actualmente se encuentra en trámite de formalización una figura jurídica de protección para la zona. Lo curioso es que de no darse la feliz presencia de determinadas aves (¡benditas sean!), las razones relacionadas con artrópodos (a pesar de su importacia, muy superior) no habrían servido de nada.

Por otro lado, los insectos difícilmente pueden constituirse en motor, o simple apoyo, al desarrollo de áreas o poblaciones. Carecen de la suficiente demanda o tirón. Son demasiado pequeños, demasiado invisibles y pesan sobre ellos demasiados prejuicios y estereotipos. Probablemente, incluso entre los aficionados al turismo rural o seudourbano (modalidad en que se han convertido las visitas masificadas a Parques Nacionales) los insectos representan un valor añadido negativo del ecosistema, salvando quizás algunas excepciones como lepidópteros diurnos y algún escarabajo florícola zumbador. Algo así como un suplemento en el precio, una molestia a soportar para disfrutar de la Naturaleza.

¿Todo son malas noticias?

Si he de ser sincero, todavía no hemos llegado a las auténticas malas noticias. Las magnitudes que manejamos a nivel planetario en cuanto a demografía (y sus tendencias) son alarmantes por el efecto que está produciendo y sobre todo, producirá en los próximos años, sobre el medio ambiente y los recursos biológicos planetarios. Cabe la esperanza de que la tecnología y algunas acciones ya emprendidas puedan minimizar o al menos convertir en asumible este impacto. Sin embargo, aunque la población mundial se estancara o aun se redujera razonablemente durante el próximo siglo, aun quedará un problema mayor: el de la distribución de los recursos. Prácticamente 4/5 partes de la población mundial se encuentra en niveles próximos al umbral de pobreza o por debajo de éste. Es lógico considerar que en un planeta cada día más globalizado en el que la información circula libremente, esas 4/5 partes no van a aceptar por mucho tiempo la situación actual. Es legítimo aspirar a alcanzar niveles razonables de renta o de confort (cuando no de simple supervivivencia) y, por tanto, es esperable que la presión sobre el medio ambiente y recursos naturales se incremente en una tasa creciente hasta alcanzar el límite físico de capacidad del planeta.

Los ecólogos hablan de la huella ecológica como el volumen de recursos naturales preciso para mantener un determinado nivel de consumo (o despilfarro, en su caso). La sociedad norteamericana se mueve en niveles superiores al 9. La tasa en países como India o China está rondando el 1. Aunque China no aumentara, como está previsto, su población actual de unos 1.200 millones de personas hasta alcanzar los 1.600 millones en 30 años, es suficiente con que la huella ecológica o el nivel de consumo pase simplemente de 1 a 2 para producir el mismo efecto que 1.200 millones más de personas sobre el planeta. Y queda todavía todo el resto del mundo... ¿Qué podemos decirles? ¿Que deben mantener sus niveles actuales de existencia marginal? A poco que simplemente mejoren los niveles de consumo de una población estabilizada (y esto es un sueño en estos momentos) el escenario emergente será el equivalente a una población de 9 o 10.000 millones de personas en pocos años. Malthus no sólo se equivocó al no considerar la tecnología en su célebre relación entre población y recursos; se olvidó también del nivel de consumo que en cada época es considerado como 'aceptable' y que hoy es un drástico factor desequilibrador sobre la 'y' de la ecuación, porque su tendencia creciente es virtualmente imparable.

¿Qué hacer?

Bueno, ¿Y qué podemos hacer nosotros, pobres entomólogos? ¿Podemos permitirnos el lujo de continuar con nuestros trabajos de catalogación y sistematización de la biota artrópoda como si el lúgubre panorama esbozado fuera algo que queda fuera de nuestros laboratorios? ¿Podemos seguir construyendo rectilíneos cladogramas y formulando atractivas hipótesis sobre la organización de la naturaleza mientras ésta agoniza?

Por supuesto que sí. Claro que sí. Es nuestro trabajo y es nuestra vocación (en ocasiones, incluso, es ambas cosas a la vez). Pero sin duda es preciso también asumir un papel más comprometido y más responsable con respecto a los tiempos modernos y sus peligrosas circunstancias. La razón de esta exigencia es doble y radica en nuestra condición de miembros de la Sociedad, pero sobretodo, en el hecho objetivo de constituir parte del colectivo más y mejor informado sobre la biodiversidad planetaria. La responsabilidad, nos guste o no, es una consecuencia directa de nuestro conocimiento. Por tanto, no es una opción o decisión personal de compromiso con la causa de la conservación, si no una suerte de carga u obligación automática, implícita.

Por deficiente que sea el conocimiento acumulado sobre cualquier grupo de organismos, nuestro grado de información supera ampliamente a la de cualquier otro colectivo social. Así que es preciso ir asumiendo el papel que nos corresponde en la toma de decisiones y dejar de ser el florero del despacho. La prudencia del entomólogo, encomiable en el trabajo de laboratorio, es la mejor cómplice de la extinción entomológica.
Ser más críticos o ser más exigentes frente al Poder, cuando se es menor jerárquico del mismo, resulta ciertamente complicado, pero no nos escondamos en esta circunstancia de forma automática. Un cobarde no busca cómo vencer al enemigo, si no una excusa para justificar su sometimiento. En cierta forma, la manifiesta beligerancia de esta comunicación quiere ejemplificar esa actitud que demando.

Pero seamos lógicos: no basta con el enfrentamiento directo. A la larga, por esta vía es de esperar que seamos barridos, por nuestra mayor debilidad. Sin embargo, hay otros caminos o frentes basados en el pensamiento, es decir, en la aplicación del intelecto a la búsqueda de soluciones y compromisos reales que pueden ir incluso mucho más allá de lo simplemente científico. En el Pensamiento, sí, pero también en la Acción. Permítaseme citar dos o tres breves ejemplos para cerrar esta nota.

Pensamiento + Accción

En el ámbito del tratamiento de espacios a proteger, destaca con luz propia el modelo de las Reservas de la Biosfera como solución potencialmente idónea frente a otro tipo de espacios jurídicos protegidos que actualmente están demostrando su debilidad. La cuestión es de gran importancia, porque afecta a todos los lugares que hoy ya están teóricamente protegidos y que, en el caso de España, se han convertido en un auténtico centro de atracción turística, lo que sin duda potenciará el desarrollo de las áreas correspondientes pero, muy probablemente, terminará por pasar factura a los propios espacios. ¿Tiene sentido el turismo masivo -y sus secuelas- en un área protegida? ¿Se atreverán los políticos a limitar realmente el acceso a estos bienes de carácter público? ¿Aceptará la población residente esas limitaciones a su desarrollo? En esencia es la misma cuestión que la planteada a escala global para el llamado desarrollo sostenible y el compromiso entre uso y explotación actual frente a los teóricos derechos de generaciones futuras. Las Reservas de la Biosfera parecen ser una solución mucho menos conflictiva que los restantes modelos, porque consideran en su formulación el espacio y la población afectada a la vez que garantizan la integridad del ecosistema en el tiempo.

El segundo ejemplo afecta directamente al homenajeado en este acto, nuestro colega Fermín Martín Piera. La actividad taxonómica tradicional, aun siendo la auténtica pieza clave en materia entomológica, es tan poco perceptible o valorada socialmente como los propios insectos. Desde hace años Fermín, como algunos otros, asumieron este problema. En términos científicos puede formularse como la imposibilidad material de conocimiento del objeto antes de que éste desaparezca (salvo que nos hagamos todos paleontólogos). La respuesta no es empecinarse en intentar sacar adelante el Inventario de la Biodiversidad, si no en buscar otros caminos alternativos o complementarios. Los modelos de predicción de la diversidad en los que trabajaba Martín Piera junto a Jorge Lobo y otros colegas, son una respuesta coherente, inteligente y acertada al reto. Ello no implica que el Inventario debe abandonarse, si no, en palabras del propio Fermín, que es necesario adoptar medidas drásticas que anticipen objetiva y científicamente el resultado con una probabilidad suficiente como para adoptar decisiones que son irreversibles. El atractivo de estos modelos radica en que pueden convertirse en una potente herramienta para determinar (científicamente) los lugares prioritarios a conservar antes de que se hayan extinguido los propios elementos a conservar.

Yo diría que en su formulación estas propuestas han requerido elevar el nivel de resolución por encima de una perspectiva estrictamente cientifica, incorporando a la población, o de modo más general, el problema social de la conservación biológica, en su análisis. Son soluciones etnobiológicas porque han involucrado en su perspectiva no solo al objeto de estudio (los recursos biológicos) sino también al hombre. Este es el tipo de compromisos que debe buscar el científico en el Tercer Milenio y no conformarse con completar bonitas monografías.

Y como tercer ejemplo, he de mencionar la Red Iberoamericana de Biogeografía y Entomología Sistemática, RIBES. Lo destacable en este caso es que el científico -Fermín de nuevo, junto a muchos otros- no se limitó a elaborar teorías y bonitos modelos para uso científico: puso en marcha una estructura real a través de la que coordinar un reto entomológico de alcance internacional. Es decir, Pensamiento científico, seguido de Acción social.

Estos ejemplos muestran el tipo de pensamiento y acción que requiere la investigación biológica, que ya no puede limitarse a reunir fragmentos de información básica o a emitir hipótesis en abstracto para pasar a continuación a 'otra cosa' (también en abstracto...).

Sí, muy bien, pero...

Pero por supuesto, queda todavía por resolver el problema real de cómo conseguir que el poder político atienda nuestras demandas...
Personalmente creo que hasta que los recursos naturales no sean mercantilizados no será posible instalar la valoración de los recursos naturales en la toma de decisiones polítiticas e incluso sociales. En definitiva, creo que es necesario establecer sistemas equivalentes a derechos de propiedad o cuotas y permisos de contaminación, solo que aplicados a la conservación de ecosistemas y organismos. Todavía el terreno de la economia medioambiental está muy verde (valga la ironía) y las dificultades de valoración de recursos libres constituyen un serio handicap a una aplicación realista de métodos económicos de compensación. Falta un mercado para la mayor parte de los bienes y falta, por tanto, un sistema de precios. Pero al menos es una corriente que ya va formando un cierto cauce. Al respecto, sólo diré que lejos de creer en la bondad de un sistema de negociación económica que pueda originar desequilibrios, pienso en la posibilidad de establecer mecanismos objetivos de responsabilidad, basados en la cuantificación de la pérdida y su reparación, que pueda servir como límite, o al menos freno, a su deterioro. En el duro sistema de mercado global hay que jugar con las armas adecuadas o seguiremos siendo los perdedores.

Un último apunte mientras paso de puntillas sobre esta cuestión. Hay un factor a jugar por los entomólogos que habitualmente es poco considerado, cuando no simplemente menospreciado. Se trata de aplicar nuestro esfuerzo no tanto a convencer a la clase política con responsabilidades medioambientales, demasiado ensimismada o cegada por sus propias iluminaciones, como a la propia sociedad civil, que en definitiva, tiene más posibilidades de ser oída como colectivo que nosotros (aunque también de ser engañada en esta materia).

Es un hecho el aumento progresivo del nivel cultural medio y con éste, de la sensibilización ante el problema de la desaparición de especies y deterioro medioambiental. En mi opinión se trata simplemente de una cierta pose o compromiso social. Nadie está a favor del adulterio porque socialmente pone en peligro la estabilidad de una institución básica como la familia, pero éste es un fenómeno razonablemente consolidado. Del mismo modo, nadie está a favor de la extinción de especies o del deterioro mediambiental, pero todavía estamos muy lejos de una auténtica actuación política responsable y de la posibilidad de aceptar socialmente restricciones reales en la actividad cotidiana. Sin embargo, la simple acumulación legislativa y propagandística va creando un cierto sustrato en el que basar actuaciones legales contra acciones privadas y sobre todo públicas poco respetuosas con el medio ambiente.

Por otra parte, las nuevas generaciones arriban en un momento en que ya existe una base adecuada para generar auténticas inquietudes conservacionistas y es de esperar también que mayor consideración sobre grupos biológicos poco valorados actualmente, como los propios insectos. En este escenario los entomólogos hemos de dedicar una parte de nuestra energía a presentar y vender a los insectos como objetos naturales valiosos desde múltiples perspectivas. Para ello es preciso que salgamos de los gabinetes y bajemos a la calle desde nuestros limbos científicos, nos mezclemos con el pueblo y seamos capaces de transmitirle, al menos en parte, algo del magnífico espectáculo de estos organismos y de su valor (económico o no). Fermín, otra vez, nos dió un buen ejemplo. A pesar de ser un científico duro, capaz de enfrentarse con igual soltura a problemas de taxonomía profunda de escarabeidos que a complejos modelos generales de estimación o predicción de distribución de la biodiversidad, dedicó un 20 por ciento de todos sus escritos a la divulgación. Uno de cada cinco. Lo hizo además en todos los ámbitos: a través de artículos de carácter sintético o panorámico para colegas menos avezados, a través de debates y artículos de opinión o a través de textos dedicados directamente al aficionado o al público en general. Me consta que era consciente de su responsabilidad y aun sabiendo que la retribución sería nula en términos económicos o de prestigio, no rechazó nunca la posibilidad de salir a tribuna pública a ganar adeptos para la causa del conocimiento entomológico y la conservación de los insectos. Y si él no tuvo ningún reparo en hacerlo ¿Qué excusa tenemos nosotros?.

 

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